El eco del lobo en el incierto horizonte

El costo emocional del esfuerzo prolongado

Oscar M. Seoane

3/31/20254 min read

El hombre se llamaba Santiago, pero hacía años que nadie lo llamaba así. Había perdido su nombre en algún punto del camino, como quien deja caer una moneda en la grieta de una acera y decide no agacharse a buscarla. Para todos, incluso para sí mismo, era simplemente "el lobo". Un lobo solitario, extraño, con la mirada de alguien que había visto demasiado y el alma de alguien que había sentido aún más. A los 53 años, había alcanzado lo que muchos llamarían "el éxito", pero para él era solo un eco hueco en un paisaje desolado. Al fin, se comparaba con el estepario Harry Haller, tan bien descrito por Hesse.

Vivía en un pequeño departamento en una ciudad sin nombre, rodeado de libros que ya no leía y papeles llenos de garabatos que nunca terminaba de escribir. En las paredes colgaban dos títulos universitarios enmarcados, uno reciente, aún con el brillo del cristal intacto; el otro más viejo, con el marco desgastado por el tiempo. Ambos eran testigos mudos de años de esfuerzo y sacrificio. Pero cada vez que los miraba, sentía algo parecido al desprecio. No hacia los títulos en sí, sino hacia lo que representaban: metas cumplidas que no habían traído consigo la paz ni la alegría prometida.

Santiago había pasado toda su vida siguiendo un guion que nunca escribió. Estudió porque era lo correcto, porque su familia esperaba que lo hiciera, porque la sociedad le decía que eso lo haría "alguien". Y cuando terminó su primera carrera, no sintió nada. Solo un vacío punzante que trató de llenar con más trabajo, más metas. Años después, decidió estudiar una segunda carrera, convencido de que esta vez sería diferente. Pero no lo fue.

El día que recibió su segundo título, caminó solo hasta su departamento con el diploma bajo el brazo. No hubo fiesta ni felicitaciones; no las quería. Se sentó en su sillón favorito, encendió un cigarro y dejó el título sobre la mesa como si fuera un objeto cualquiera. Miró por la ventana hacia la ciudad iluminada y se preguntó por qué seguía adelante. No tenía familia ni amigos cercanos; las relaciones que alguna vez tuvo se habían desvanecido con los años, consumidas por su incapacidad para conectar verdaderamente con otros. Y sin embargo, ahí estaba: vivo, respirando, avanzando sin un horizonte claro.

Santiago no siempre había sido así. Hubo un tiempo en el que soñaba con cosas simples: viajar a lugares lejanos, escribir un libro, enamorarse profundamente. Pero la vida se encargó de aplastar esos sueños uno por uno. La muerte prematura de sus padres lo dejó solo a una edad temprana; tuvo que madurar rápido y cargar con responsabilidades que no le correspondían. Luego vinieron los fracasos amorosos, las traiciones de amigos y las decepciones laborales. Cada golpe lo fue endureciendo hasta convertirlo en lo que era ahora: un hombre dañado en lo más profundo, incapaz de sentir alegría incluso cuando lograba algo importante.

Había aprendido a sobrevivir a base de rutina: levantarse temprano, trabajar durante horas interminables, comer algo rápido y volver a casa para repetir todo al día siguiente. Era como un reloj desgastado que seguía funcionando por pura inercia.

Una noche fría de invierno, mientras caminaba por las calles vacías después de salir del trabajo, Santiago se detuvo frente a una librería antigua. No sabía por qué; simplemente algo lo atrajo hacia ese lugar. Entró y comenzó a recorrer los estantes polvorientos sin buscar nada en particular. Fue entonces cuando encontró un libro pequeño y viejo titulado "El arte de perderse". El título le pareció irónico; él ya estaba perdido desde hacía años.

Sin pensarlo mucho, compró el libro y se lo llevó a casa. Esa noche lo leyó entero mientras bebía whisky barato directamente de la botella. El autor hablaba sobre la importancia de dejar atrás las expectativas impuestas por otros y aprender a vivir según los propios términos. Santiago sintió una punzada en el pecho al leer esas palabras; era como si alguien hubiera puesto en papel todo lo que él había sentido durante tanto tiempo pero nunca había podido expresar.

A partir de esa noche algo cambió en Santiago. No fue una transformación inmediata ni dramática; más bien fue como el lento deshielo tras un invierno largo y cruel. Comenzó a cuestionar todo: ¿Por qué seguía trabajando en un empleo que odiaba? ¿Por qué seguía acumulando logros que no le importaban? ¿Por qué seguía viviendo según reglas que nunca eligió?

Un día tomó una decisión radical: renunciaría a todo aquello que no le hacía feliz. Vendió casi todas sus posesiones y dejó su departamento para mudarse a una pequeña cabaña en las montañas. Allí vivió solo durante meses, alejándose del ruido del mundo para encontrarse consigo mismo.

En ese aislamiento aprendió a escuchar el silencio y a convivir con sus propios demonios. Descubrió pequeños placeres olvidados: caminar entre los árboles al amanecer, escribir sin preocuparse por quién leería sus palabras, observar las estrellas en noches despejadas.

Santiago aún no sabía cuál era su propósito ni si alguna vez encontraría uno. Pero ya no le importaba tanto como antes. Había dejado de medir su vida en términos de logros o expectativas cumplidas; ahora simplemente vivía día a día, disfrutando de los momentos pequeños e imperfectos.

Aunque seguía siendo un lobo solitario y dañado, ya no estaba tan perdido como antes. Había aprendido que no siempre es necesario tener un horizonte claro para seguir adelante; a veces basta con caminar despacio y dejarse guiar por el instinto.

Y así continuó su vida: sin títulos colgados en las paredes ni metas impuestas por otros, pero con una nueva sensación de libertad que nunca antes había conocido. Porque al final entendió algo esencial: no se trataba de cosechar éxitos vacíos sino de encontrar sentido incluso en medio del vacío.

Y eso —aunque pequeño— era suficiente para seguir avanzando.