El ser y la trascendencia

Reflexiones desde el umbral

Oscar M. Seoane

12/2/20242 min read

No pasaré a la historia. Ni por mis escritos, ni por mis actos, ni por lo que algunos llamaron mi pseudo-pensamiento. No lo haré porque no lo merezco, pero sobre todo porque no lo anhelo. La historia, después de todo, es interpretación más que hechos. Los acontecimientos son innegables; lo que varía es la narrativa que tejemos alrededor de ellos, moldeada por quien la cuenta, la interpreta y la escribe. En la historia vive Dios, la muerte y el olvido.

En algún momento, cada ser humano se ha enfrentado al abismo de la pregunta existencial: ¿Para qué estoy aquí? No existe una respuesta unívoca. Solo podemos intentar responderla en soledad, despojándonos de las “alucinaciones sobrias” que nublan nuestro juicio. La vida, en su esencia, es esta búsqueda. Existimos por y para algo, aunque no alcancemos a comprenderlo plenamente.

La lógica y la ciencia nos susurran que de la nada, nada surge. Todo inicio requiere de un iniciador, y a ese principio primordial lo llamamos Dios, cada uno imaginándolo según su entendimiento. El ateísmo, bajo esta luz, se desvanece en su propia contradicción. Puede cuestionar las características de lo divino, pero no su necesidad lógica. Dios, por lo tanto, es un concepto filosófico, no científico. La alternativa es el sinsentido, una píldora demasiado amarga para el espíritu humano. Por eso, cada persona vive lo que debe vivir y sufre lo que debe sufrir, avanzando inexorablemente hacia el final de su ciclo, hacia su propia evolución. No estamos aquí para entenderlo todo. Somos piezas de un rompecabezas cósmico, quizás marionetas de un propósito mayor, larvas esperando su metamorfosis en algo que aún no podemos comprender.

¿Quién creó a Dios? La pregunta nos arrastra a un vórtice infinito, marcando los límites de nuestro entendimiento. Aquí la razón se encuentra con el misterio, y la lógica se transmuta en arte adivinatorio. Negarlo es sucumbir a la arrogancia intelectual. Los filósofos que pretenden saberlo todo caen en la trampa de lo paradójico, olvidando que la filosofía no busca respuestas absolutas, sino comprender los límites de nuestra razón. El pensamiento y la razón, hasta dichos límites, sirven como bálsamo que suaviza el camino hacia la incertidumbre.

La otra cara de la moneda, la del sinsentido y el azar, anula por completo la pregunta inicial: ¿Para qué estoy aquí? Para nada. Pero si esto fuese así, ni siquiera tendría justificación la racionalidad humana. Podríamos ser seres irracionales que caminan únicamente por instintos, pero no lo somos. Cada individuo debe forjar su camino guiado por esos instintos, pero también por su razón y su naturaleza. Con o sin analgésicos filosóficos, independientemente de qué cara de la moneda existencial prefiramos, todos compartimos un destino común: el encuentro con Caronte, el barquero que nos espera en la última orilla. Será en ese momento, cuando comprendamos. Mientras llega la hora, discutir al respecto, no nos lleva a ningún lado.